Desde
hace décadas el término “ideología” se encuentra devaluado. Asimismo, deberían haber
caído ya en desuso los términos “izquierda” y “derecha” como marcas
orientadoras en el debate político. Ambos fenómenos –el descrédito de la ideología
y el relativo abandono de los conceptos mencionados— responden a algunos
elementos en común. Uno de ellos, quizás el más importante, es la comprensible
desconfianza que nos producen los radicalismos. Otro, no desdeñable, es el
aparente vacío de ideas en que ha caído la práctica cotidiana de la política.
El fascismo y el comunismo son los ejemplos más notorios de ideologías radicales
y mortíferas. Las ideologías, formas generalmente inflexibles, y ajenas a toda
autocrítica para entender a una sociedad y proponerle un futuro, se
constituyeron como creencias monolíticas e inmutables, alejadas de los
datos de la realidad y exigente de ciegas adhesiones.
En el lado opuesto, se va imponiendo la
idea de que el pragmatismo es el más alto valor al que se pueda aspirar en el
debate sobre lo público. Lo opuesto a ese pragmatismo sería, precisamente, el
pensamiento ideológico. Así, mientras los ideólogos sostendrían debates
estériles alrededor de conceptos y visiones abstractas y alejadas de lo real,
los pragmáticos, con los pies en tierra, actuarían resolviendo eficazmente
problemas. Con esta misma lógica la división entre izquierda y derecha quedaría
entonces obsoleta, pues lo importante no sería ya discutir sobre visiones del
mundo sino más bien resolver dificultades aquí y ahora.
Una ideología no deja de ser una
colección de ideas. Cada ideología utiliza esas ideas en lo que considera la
mejor forma de gobierno y el mejor sistema económico. Si convenimos que el fin
último de la política es el bien común, la búsqueda de soluciones para el
desarrollo y bienestar de los ciudadanos, la vida real de las personas y sus
fines generales deben ser un imperativo para toda actividad socio-político. Las
necesidades de las personas deben estar por encima de toda ideología. Y en
nuestra política diaria, asistimos a una guerra de “ideas” que para nada
conducen a ese fin último que he descrito. Sólo importa la prevalencia de sus
ideales, obviando lo que en cada momento puede interesar a la mayoría.
Muchas veces he escuchado la famosa
frase de:”yo no quiero políticos, sino buenos administradores”. Y es que
nuestros políticos nos demuestran cada día que eso de la ideología es
secundario. Y no me refiero sólo a aquéllos que, de vez en cuando, cambian de
bando, sino cuando su actividad política está orientada a asegurarse un puesto
bien remunerado en la empresa privada, que por desgracia sucede con frecuencia.
La verdad es que el ciudadano sólo quiere hechos, no ideas. Que miren por sus
intereses, que sean diligentes a la hora de afrontar un gasto, distinguiendo
–en eso mi madre era una experta— entre un gasto necesario de uno
imprescindible. Y si es necesario construir, por ejemplo, un hospital, porque
se hace imprescindible, los políticos deben ponerse de acuerdo al margen de su
propia ideología. El ejemplo más cruento lo tenemos en Rivas: con una población
censada de 85.000 habitantes, no disponemos no ya de hospital, sino de un
Centro de especialidades médicas. Pero Arganda, con un censo de unos 60.000
habitantes, sí es merecedora de un amplio hospital. ¿Por qué?, sencillamente por pura ideología.
Aunque la ideología es necesaria, pues
nos movemos por unos ideales intrínsecos, debe primar siempre la perentoria
necesidad social, educativa o sanitaria
en cada momento, porque necesidad es
una carencia o escasez de algo que se considera imprescindible, y la clase
política debe utilizar los recursos económicos disponibles, en vez de
malgastarlos en gastos inútiles y superfluos, en cubrir esas necesidades al margen de sus
preferencias personales. Nuestros políticos son camaleónicos y, como dice mi
amigo Manolo, “comunistas hasta que se enriquecen, feministas hasta que tienen
un niño, y ateos hasta que el avión empieza a caer.
Miguel F. Canser
www.cansermiguel.blogspot.com
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