Se
llama partidocracia, o partitocracia, para definir la burocracia de los
partidos políticos. Y es un término que se utiliza para designar el sistema de
gobierno en el cual, aunque teóricamente se vive en democracia, los actores
principales y únicos del panorama político son los grandes partidos. Éstos, a
base de un sistema democrático de turno, se van pasando el gobierno de forma
consecutiva, coartando las posibilidades de que los ciudadanos, expresen su
voluntad real más allá de los partidos ya existentes. La partitocracia, como su
propio nombre indica, es una dictadura de partido que, en ningún caso,
representa a la mayoría de la sociedad, sino a una mayoría relativa respecto a
otras formaciones. Con frecuencia tiene que pactar a posteriori sus propios
objetivos con grupos políticos minoritarios, con metas diferentes, cuando no
contrarias, con tal de permanecer en el poder. Y que, una vez ocupado, no se limita a la función de cauce de
participación de la sociedad en las tareas del Estado, si no que se constituye
en superpoder que ocupa y controla. Se trata pues de una deformación
sistemática de la democracia.
La partitocracia, o la apropiación por parte de los partidos políticos de
las principales instituciones del Estado, es la base sobre la que
se asienta la deriva corrupta que ha caracterizado a nuestro sistema desde
décadas, y que ha explotado en múltiples ocasiones. En particular, cuando
la economía va mal. Nunca como ahora se había dado una percepción tan altamente
extendida de desafección política, a consecuencia de la gestión de la crisis y
del desánimo que provoca la reiteración de episodios de corrupción. Es por ello
que PP y PSOE están experimentando significativas y quizás irreversibles
pérdidas electorales. No hay duda que la ética pública pasa por el peor momento
en democracia. Los escándalos de corrupción no sólo están adquiriendo una gran
relevancia mediática, sino que están contribuyendo a erosionar la credibilidad
del sistema político. La mayoría de episodios conocidos constituyen fenómenos
insidiosos que suponen expolio del patrimonio público.
Al margen de la clásica corrupción
de tipo económico e institucional, está
otro tipo de corrupción: La mentira. De eso también en
España conocemos mucho. La mentira de los partidos políticos que se presentan a
las elecciones con un programa y hacen exactamente lo contrario. Por poner un
ejemplo, el PP se presentó con la propuesta de despolitizar el órgano de
gobierno del CGPJ y en cuanto llegó lo politizó aún más; y ahí no hay excusas
financieras que valgan, porque eso no dependía para nada de la situación económica
o de la herencia recibida. Es mentira pura y dura. En España hay una tolerancia
a la mentira y, mientras eso no cambie también, difícilmente atajaremos el
fenómeno de la corrupción. Asistimos pues, a una insólita crisis de legitimidad
de las instituciones políticas y representativas. Somos un país incivilizado
políticamente donde el enriquecimiento personal adquiere una notoriedad por
encima de los intereses de la colectividad que se atrinchera en un
corporativismo de partido sin que tenga consecuencias de responsabilidad
política.
Son abrumadores los datos que
sugieren que España se encamina hacia un fin de ciclo político. Pero nos
equivocaríamos si pensásemos que la desazón que ha provocado la crisis tiene su
origen exclusivamente en la falta de pericia de nuestros gobernantes o en las
reformas estructurales y dolorosas medidas antisociales propias del recetario político.
Porque, más allá de eso, están los déficits democráticos y el obscurantismo de
nuestro modelo de gobernanza económica ejecutado, por un lado, por una troika de
rostro desconocido, una élite de tecnócratas que ostenta una hegemonía tal que
le permite hacer y deshacer a su antojo, forzando cambios de Gobierno en Grecia
e Italia; impidiendo referendos en
Grecia o imponiendo reformas constitucionales en España. Y, por otro, por un
Ejecutivo español que gobierna a golpe de decreto ley y anula a diario el poder
legislativo. Ser mayoría absoluta es lo que tiene.
En España hay un problema y es que las
instituciones no funcionan. Hace falta despolitizar la justicia, el CGPJ. Hace
falta despolitizar los órganos supervisores y de control, el Banco de España,
la CNMV, el Tribunal de Cuentas… Sin eso, no van a funcionar las instituciones
por muchas reformas legislativas y por muchos medios que dotemos. La raíz del
problema está en la colonización de los partidos políticos de todas las
instituciones de control y, por tanto, la neutralización de sus
funciones. Y luego, obviamente,
hace falta acabar con los privilegios que suponen los aforamientos. Creo
que sería un mensaje suficientemente contundente para la ciudadanía que los
políticos se quitaran el escudo que les protege frente a la extracción de
responsabilidades. Habría que reformar los indultos. Y luego, obviamente, hay
una parte que es de dotación de medios. Habría que aprobar una dotación
extraordinaria para la Fiscalía Anticorrupción, para el Tribunal de Cuentas, etc.,
y acabar con el limbo penal de la financiación irregular de partidos. Es
escandalosa la decisión de la Fiscalía anticorrupción sobre este tema…… Se
pueden delegar las tareas, pero nunca la responsabilidad.
Por tanto, no queda más remedio que reaccionar. Necesitamos pasar de la partidocracia a la
democracia representativa, donde el electo responda a los votantes y sea leal a
ellos. ¿Cómo hacerlo? En la práctica es dificilísimo. Sólo basta
cambiar la ley electoral. Pasar de un sistema de listas cerradas y bloqueadas a
otro de circunscripciones unipersonales, con una segunda vuelta para elegir el
diputado entre los dos que hayan sacado mayor votación en la primera. El
problema práctico es que la ley electoral la tienen que cambiar los mismos que
son beneficiarios de la actual ¿Serán capaces?, ¿serán generosos?, ¿la
respuesta, de momento, es descorazonadora.
Miguel F. Canser
www.cansermiguel.blogspot.com
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