lunes, 1 de abril de 2013

AVARICIA Y DECADENCIA

Se entiende por avaricia el afán o deseo desordenado y excesivo de poseer riquezas para atesorarlas. Al observar más de dos mil años de historia vemos que las civilizaciones crecen, tienen su período fructífero, pero finalmente caen y mueren. Estos patrones son similares en el devenir del mundo de una civilización a otra y es frecuente que la avaricia aparezca vinculada con la traición, la estafa y el soborno; porque la avaricia, que no es más que una enfermedad de la ambición, sólo pretende sumar más y más riquezas y no conoce ningún límite legal o ético para cumplir con su objetivo. Si es necesario perjudicar a otra persona o pasar por encima de la ley, el avaro está dispuesto a hacerlo. La historia del mundo es la historia de civilizaciones que son conquistadas por otras, o se hunden en la anarquía fruto de su inconmensurable avaricia de poder y su descomposición cultural que lleva inexorablemente a la declinación social y cultural. A su decadencia total.

En toda sociedad existen tres aspectos de la decadencia: decadencia social, decadencia cultural y decadencia moral. Y estos aspectos se traducen en tendencias importantes que demuestran la decadencia social de una nación: La crisis de la falta de ley, la pérdida de disciplina, la declinación de la educación, el debilitamiento de los fundamentos culturales, y, sobre todo, el aumento del materialismo económico unido a una creciente burocracia. El debate sobre la naturaleza humana que encierran las consideraciones de los economistas liberales es absolutamente apasionante. Si todo hombre busca la felicidad, y suponiendo que el dinero da la felicidad (sin ser del todo cierto), porque permite la seguridad y la posesión, entonces el individuo humano debería ser definido en términos de acumulación. En definitiva, acumular y crecer constituye "la ley y los profetas" del liberalismo, pero es lo que hace todo el mundo con mejor o peor conciencia. Nuestra sociedad está llena de avaros: la distribución de la riqueza es desigual, la justicia se aplica según a quién, y el dinero es lo que mueve al mundo. ¿Estaremos asistiendo, quizá, a nuestra propia decadencia?

Cada vez son más numerosos los economistas convencidos de que el modelo clásico de crecimiento nos lleva a un callejón sin salida. No se puede crecer indefinidamente en un sistema finito porque los recursos se agotan inevitablemente. Sin crecimiento económico aumenta la pobreza, pero sólo con crecimiento económico aumenta la destrucción del individuo. Y hasta ahora no sabemos cómo salir de esta contradicción. Hace tiempo que los ídolos de la modernidad, con sus afanes consumistas, han tomado a la avaricia como amante de sus días. Se han perdido sanas costumbres humanas y familiares y hasta esa hermosa virtud de la solidaridad, de la que mucho se habla, pero que poco se ejercita a cambio de nada. Pienso en las dificultades, a veces imprevisibles, que afectan a las gentes desempleadas; pienso, sobre todo, en la escasez de algunas familias que se las ven y desean para hacer frente a su hipoteca. Tales contratiempos son, sin duda, una ocasión propicia para testimoniar que la solidaridad debe estar presente con los más afectados.

Las tremendas pérdidas efectivas de bienestar que venimos sufriendo en este país, en parte debido al engaño político, a no tomar medidas a tiempo capaces de impulsar la caída de algunos sectores o de frenar la cancelación de proyectos de inversión mastodónticas sin ningún rigor en su análisis de necesidad y, por otra parte, debido a la avaricia de pocos, pero que es la penuria de muchos, debería solidarizarnos y hacernos cambiar de modus vivendi. Si fracasamos porque no alcanzamos a ganarle la batalla a esta crisis económica, no es tanto por la falta de recursos, sino porque nos hace falta cambiar nuestro chip mental. Sufrimos de una grave pobreza de imaginación y nos creemos dioses. La mediocridad es lo nuestro y la tontuna de creernos alguien también. Hoy, cuando los temas económicos ocupan gran parte de los sumarios ofrecidos por los medios y los comentaristas, y no faltan tampoco reflexiones sobre la desigualdad y la necesidad de más oportunidades para los excluidos del sistema, resulta que la mayoría de los economistas prefieren concentrarse en el análisis materialista, en su más puro y duro sentido de la productividad, dejando de lado cuestiones de humanidad, donde el egoísmo y la avaricia campean a sus anchas. Cada día nos movemos más por el propio interés que por la solidaridad.

Es de justicia imaginarnos un país en el que la exclusión sea una abominación intolerable. Todos tenemos que, cuando menos, soñarlo y aquellos que tienen responsabilidad de gobierno, deben hacerlo realidad, trabajando en colaboración y cooperación unos con otros, unas administraciones y otras, tomando decisiones que nos solidaricen en vez de alejarnos como hasta ahora viene sucediendo. Urge una sociedad que libere de la marginalidad y se libre de la miseria. Sólo si el ser humano, es protagonista y no esclavo de los fríos mecanismos productivos, la empresa se convierte en una verdadera comunidad de personas en la que todos van en la misma dirección; porque como decía alguien que ahora no recuerdo, “la vida es un juego del que nadie puede retirarse, llevándose las ganancias”.

Miguel F. Canser

www.cansermiguel.blogspot.com