La mediocridad en la clase política se
percibe como un lastre que limita las potencialidades de un país que se ha
modernizado en todos sus ámbitos. Son muchas las voces que señalan que,
efectivamente, debería incorporar las virtudes y buen hacer de otros
colectivos. El enorme embrollo que acompaña la conformación de una mayoría
parlamentaria, alimenta la sensación de que la política se ha convertido en un
reducto de mediocres. Desde hace años, los ciudadanos españoles perciben a los
partidos políticos como uno de los mayores problemas. El desafecto ciudadano es
ya una realidad extraordinaria. Me pregunto hasta qué punto puede resultar
cierto que, en una sociedad abierta, un colectivo como el político, se
convierta en una especie de isla de mediocridad, rodeada de otros espacios en
los que luce la excelencia.
A la política deben llegar los más
preparados porque de sus decisiones o de la redacción de las leyes, dependemos
el resto de ciudadanos. Si hoy tuviéramos que plasmar el curriculum de la
mayoría de los miembros del Gobierno y muchos de los políticos, nos sobraría la
mitad de una cuartilla y nos limitaríamos a una licenciatura en lo que fuere,
un doctorado a cualquier precio, unos estudios universitarios no finalizados o
no iniciados, y en algunos casos ni siquiera el bachiller. Ser político hoy se ha convertido en una una carrera de avispados. Hoy la
democracia está en crisis, esa democracia que siempre se consideró como la
participación del pueblo en las tareas del estado; no es la democracia que
pretendían Platón y Aristóteles que debería ser el gobierno de los mejores. Hoy
fabricamos en tiempo récord un líder y lo lanzamos a la plaza y a la calle, lo
llevamos a la televisión, a la prensa y, en poco tiempo, sacamos del anonimato
a alguien y lo hacemos famoso y atractivo como se puede “lanzar” una canción o
un intérprete.
Hoy día, en España, no hay una cultura
democrática, nos dejamos llevar por impulsos y nos dejamos arrastrar aún por la
historia, por una guerra civil, creando nuevos hooligans, herederos de un
fanatismo que hay que votar a determinado partido político sí o sí, aunque sus
dirigentes sean unos inútiles. No somos críticos y aún estamos mediatizados por
acontecimientos, revanchas, odios y venganzas. En este país se está más
pensando en un gobierno que nos de subvenciones y que nos dé una renta para
vivir. No estamos pensando en prepararnos para afrontar el reto de un trabajo,
no. Hay una inmensa mayoría de ciudadanos que sólo están pensando en vivir sin
trabajar. No pensamos en el bienestar o en el futuro del país, estando buscando
el bienestar propio sin esfuerzo y sin trabajo.
El político mediocre promociona e
impulsa este sistema. Se acaba de reformar la ley sobre los delitos de
sedición, malversación y de bienestar animal que han supuesto un encendido
debate y han resultado ser de una constante polémica. Permanecer en el poder,
lo perdona todo. El Estado es tan grueso y seboso, que no puede financiarse sin
esquilmar a ciudadanos y empresas y sin endeudarse de manera suicida. Más de
600.000 políticos viven, directa e indirectamente, de los presupuestos públicos
y cientos de instituciones que dedican más de la mitad de sus presupuestos, a
pagar las abultadas nóminas.
La clase política española, tanto la
derecha como la izquierda, y los nacionalismos parásitos y chantajistas que les
venden sus votos para gobernar, se han convertido en centros de colocaciones y
dispensadores de lujos y privilegios, todo pagado por el contribuyente que,
comparativamente, es el más expoliado de Europa, y uno de los más esquilmados
del planeta. Una de las mayores pruebas de mediocridad es no acertar a
reconocer los errores propios ni la superioridad de otros, dando paso a la
soberbia y la falta de humildad. Lo que importa es el poder, sin más.
Miguel F. Canser
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