Vivimos unos últimos
tiempos en los que, por unas u otras razones, nos hemos acostumbrado a ver
tomadas las avenidas y calles de nuestras ciudades, especialmente las más
grandes y populosas, por un numeroso contingente de ciudadanos que expresa su
agria disconformidad con la política desplegada por sus gobernantes nacionales
y autonómicos. Si recordamos, retrotrayéndonos en el tiempo, las primeras y
optimistas marchas ciudadanas en la práctica totalidad de ciudades españolas a
favor de la democracia, la libertad, y la reivindicación autonómica para
nuestros futuros territorios; aquellos inolvidables y ejemplares años de la
“Transición”. La vida política no se puede comprender, por lo que se ve, sin la
presencia de cierto gentío en las calles. Y es que, nos guste o no, la parte
más sustancial de la España constitucional, se construye desde el ejercicio de
la democracia representativa, pero todavía pervive la herencia arraigada a
favor de una acción directa e inmediata: la calle.
El termómetro que le dice al político
que algo no funciona bien, es la calle. El concepto más importante que debe
asumir la política es la calle. Es en la voz libre de los ciudadanos, con sus
emociones, exigencias y harturas expresadas en colectivo, quienes muestran a la
política su decisión libre y sin jerarquías. Es el resumen de lo que siente un
país y, eso, tiene que leerse y traducirse. Se reflexiona con la razón y con la
emoción se clama. Y esa es la tarea de las instituciones: traducir una emoción
colectiva en soluciones. Que la política aprenda de la calle. Me viene a la
memoria una película antigua de una escena cumbre en la que Winston Churchill
baja al metro por primera vez en su vida, para preguntar a los viajeros si
estaban dispuestos a combatir o querían un acuerdo de paz con Hitler. Después
manifestó: “Ningún político puede conocer de verdad la realidad de la calle, si
no usa el transporte público”.
Si los máximos dirigentes de los
distintos partidos fueran usuarios del transporte público, igual ahora no
lucirían ese gesto de estupor, perplejidad y susto ante el ruido de la calle,
por ejemplo de los pensionistas, o de las carencias de la atención primaria. Y
es que el Gobierno,--incluso los autonómicos-- temiendo que el descontento pase
a mayores, improvisa medidas y ocurrencias, sin poder explicarse a qué viene la
protesta o si la recuperación se puede palpar en las estadísticas
oficiales. Ahí está el error. Un error
de concepto. Un error de análisis, el fallo de confundir los gráficos macroeconómicos
con la vida microeconómica de los españoles. La profunda y sostenida
equivocación de considerar que la precariedad, la pobreza, la desigualdad y los
sueldos miserables son mentiras del populismo. Los jóvenes (los que tengan
trabajo) que cobran una miseria, los mayores de 45 años que no encuentran
trabajo, las colas del hambre, o los del vagón de cola de la crisis no son
invenciones de las malvadas ONGs. Son realidades que viajan en transporte
público. Bajar al metro o ir en autobús, es conveniente para entender que el
padecimiento social sigue ahí. Y quizá, también ayudaría a unos cuantos
cerebros de esos que mandan –todos ellos listísimos—a no confundir la empatía
con un fondo de inversión.
“La calle es mía” es una de esas frases
rotundas atribuidas a Manuel Fraga en su época de ministro de la Gobernación de
Arias Navarro en el primer gobierno de la monarquía tras la muerte de Franco.
Pero la calle no es de nadie, ni da ni tiene derechos políticos. Tampoco la
llamada “plaza roja” de Vallecas es un dominio reservado de Podemos, como
pretendía Pablo Iglesias, ni las calles de Barcelona son de los CDR “apretados”
por Torra, ni las calles de Rentería son de la jauría humana que quiso impedir
un mitin de Maite Pagazaurtundúa; y tampoco los jueces son del PP, como parece
empezar a reconocer Casado. La política debe procurar la solución de los
problemas y de los conflictos sociales, no crearlos. Y algo no funciona cuando
los datos muestran que estamos en el mayor nivel de polarización ideológica de
los partidos políticos desde la transición. Llevar esto a las calles no debería
ser la función de los representantes públicos.
Esto debería servir para recordar que
la calle es para la ciudadanía y que las instituciones son para los políticos.
De otra forma, los representantes públicos, acaban copando también los espacios
e instrumentos con los que cuenta el ciudadano para controlar la actividad de
aquellos. La reivindicación de mayor permeabilidad democrática supone más
canales de participación del ciudadano en la política, y no a la inversa. Todo político debería retirarse de su
puesto, si un día se da cuenta que desconoce el precio del metro, del autobús,
de un kilo de arroz, o de la moneda mínima que hay que introducir para poder
estacionar en la calzada. Es el síntoma del distanciamiento entre el elegido y
el elector. Es, en suma, la distancia cada vez más insalvable entre el político
y el ciudadano.
Miguel F. Canser
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