Hace bastante tiempo que el ciudadano
normal considera a la clase política con la peor opinión desde, prácticamente,
todo el período que llevamos de democracia. Y esas cosas no suceden porque sí,
ni porque un día la gente se levanta de mala uva, sino porque está decepcionada
de la actuación de los partidos políticos, de sus mangoneos, de la corrupción, de
sus mentiras, de la falta de interés por los problemas de los ciudadanos, de la
prepotencia y de la mediocridad instalada en los diputados y senadores. ¿Prepotente?
Sí, cuando se ejercita el poder de manera abusiva, cuando el cumplimiento de
leyes y normas son para los demás menos para ellos. La prepotencia suele
asociarse a la soberbia y la arrogancia. El sujeto prepotente tiene una
excesiva valoración de sí mismo, se siente superior a los demás, por lo que no
duda en tratar de imponerse, convencido de que el resto de la gente debe
someterse a su voluntad. ¡Cuántas veces hemos oído algo parecido a esto!: “No
era nadie, pero llegó a lo más alto, y se convirtió en una persona estúpida,
arrogante y soberbia”. Llevo muchos años siguiendo con atención la trayectoria
política de nuestro País, de sus líderes, y concluyo que, durante ese tiempo,
algo se ha alterado, todo figura distinto, como si se hubiesen puesto barreras
a lo inteligente. Las mentes políticas parecen ahora atiborradas de cálculos y
de estrategias. Son estadistas de chichinabo.
Siempre he creído que a la política se
ha de ir con afán de servicio, con ilusión de aportar y con la humildad
suficiente para aprender, obviando la prepotencia, la chulería y –sobretodo- la
soberbia. Algún político advenedizo (que cada cual personalice si lo desea) se
ha creído un ser superior, el que más sabe, el que más honesto es, el más
ilustrado, el que sabe más de leyes… Pero hay un problema: se lo cree. Piensa
que su llegada a la política es la salvación de la ciudad, desprestigiada,
corrupta e insolvente, hasta que llegó él, el que defiende a los particulares
en detrimento del interés general. Y yo me pregunto: ¿se mira al espejo cada
día, cuando sale de su casa, para ir al trabajo o a la sede de su partido? Es
un mal generalizado. Llegan a la política, adquieren cierto poder, se sienten
inmunes y el cumplimiento de las leyes son para los demás, no para él y los
suyos. Porque nuestros políticos (con honrosas excepciones) ni nos ven ni nos
escuchan. Solo están pendientes de las cifras de sus votos y del auge de sus
intereses.
Otra de las carencias de nuestros
políticos es la mediocridad. La mayoría carece de experiencia laboral pues
acceden al partido al terminar los estudios, lo que les aleja de la realidad.
Carecen de currículum laboral. Si tuvieran que pasar un examen, suspenderían
con toda probabilidad asignaturas casi fundamentales para ejercer su profesión.
Muchos de nuestros diputados carecen de titulación universitaria, aunque no es
condición indispensable para ser un excelente político pero, si para conseguir
cualquier plaza en la administración pública hay que pasar una serie de
exámenes, no ocurre igual para ser diputado o senador. Sólo con estar afiliado
al partido y que te incorporen a la lista de candidatos, es suficiente. También
se observan otras carencias en la mayoría de la clase política, su poco interés
en seguir formándose cuando han alcanzado un cargo relevante. Lo clásico es
que, cuando dejan la política, se incorporan a la empresa privada como
consejeros de multinacionales (puertas giratorias). Estos son los que se
dedican a legislar nuestras leyes, con el resultado que ya sabemos: carencias e
injusticias que nos desayunamos un día sí y otro también.
No hace mucho, en un debate dialéctico
entre los líderes de Unidas Podemos y PSOE, Pablo Iglesias dijo que la actitud
de Pedro Sánchez resultaba arrogante: “Toca bajar el tono, la prepotencia y la
arrogancia es una mala política cuando lo que se trata es que nos pongamos de
acuerdo”, afirmó. Ahora todo es distinto, todo ha cambiado. Se han puesto de
acuerdo. El cambio debe venir desde la persuasión, convenciendo a la población,
exponiendo argumentos, tomando
compromisos y cumpliéndolos, no desde la prepotencia ni desde el argumento de
que iban a cambiar porque la mayoría los había elegido.
Persuadir es, en
definitiva, debatir ideas, mostrar que las propias son las mejores respetando
las ideas de los demás, obligarse a cumplir lo que se propone, a ser juzgado
por los resultados, a ser honesto. Persuadir es haber pensado y obligar a
pensar. Persuadir es democracia. La prepotencia es la falta de confianza
en las propias ideas, o la falta de ideas directamente.
Miguel F. Canser
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