Pocas cosas en la vida nos hace sentir tan
vulnerables y desasistidos. Es como si un “tsunami” inundara nuestra vital
existencia despojándonos de toda ilusión y alegría. Me refiero a la soledad que
todos, en algún momento de nuestras vidas, hemos padecido. Está la
soledad buena, la necesaria, esa que nos ayuda a encontrarnos a nosotros
mismos; pero también existe la soledad no querida, la que asusta y mata. Los
psicólogos consideran que alguien está solo cuando no mantiene comunicación con
otras personas o cuando percibe que sus relaciones sociales no son
satisfactorias.
La
definición más común de soledad es la de carencia de compañía y que se tiende a
vincularla con estados de tristeza, desamor y negatividad, obviando los
beneficios que una soledad ocasional y deseada puede reportar. En cualquiera de
los casos es una experiencia indeseada similar a la
depresión y la ansiedad y refleja una percepción del individuo respecto a su
red de relaciones sociales, bien porque esta red es escasa o porque la relación
es insatisfactoria o demasiado superficial. Parece, por otro lado, que
la soledad está relacionada con la capacidad de las personas para manifestar
sus sentimientos y opiniones. Resulta paradójico que en estos tiempos que
vivimos donde existen todos los medios para poder comunicarnos, existan
personas que se sientan solas e incomprendidas. Es el resultado de una sociedad
egoísta e interesada que sólo busca su propio beneficio sin importarle los
problemas que pueda tener quien tenemos al lado; por una parte, es la desconfianza que nos invade para poder
transmitir a los demás nuestros deseos y anhelos y, por otro cuando lo hacemos,
el sentimiento que se percibimos es que
no nos escuchan. Es un mal de nuestro tiempo: no escuchamos a los demás. Si la soledad es deseada nada hay que
objetar, aunque la situación entraña peligro: el ser humano es social por
naturaleza y una red de amigos con la que compartir aficiones, preocupaciones y
anhelos es un cimiento difícilmente sustituible para asentar una vida feliz.
Cuando
desaparece de nuestra vida alguien a quien hemos amado o que ocupaba un espacio
estelar en nuestra vida nos invade una particular sensación de soledad, un
vacío, que nos sume en la tristeza y la desesperanza. Nos
vemos perdidos y sin referencias en las que antes nos apoyábamos para afrontar
la vida. La soledad es una situación
que hemos de aspirar a convertir en transitoria y que conviene percibir como no
forzosamente traumática. Podemos mutarla en momento de reflexión, de conocernos
a fondo y de encontrarnos sinceramente con nuestra propia identidad. Hay un
tiempo para comunicarnos con los demás y otro (que necesita de la soledad) para
establecer contacto con lo más profundo de nosotros mismos. Hemos de "conversar"
con nuestros miedos, no podemos ignorarlos ni quedarnos bloqueados por ellos.
Dejemos
a un lado el miedo a mirar dentro de nosotros, y afrontemos la necesidad de
saber cómo somos: nuestras ilusiones y ambiciones, limitaciones y miedos, quién
quiero ser, cómo me veo, cómo me ven…Tomemos la iniciativa para conseguir
nuevas relaciones; establezcamos qué
personas nos interesan, y elaboremos una estrategia para contactar con ellas. El miedo al rechazo es un freno para entablar
nuevas amistades o amores pero el objetivo es importante, no nos andemos con remilgos. A la mayoría la soledad nos hace daño, y
nos sienta mejor tener con quién hablar, intimar y a quién querer. Encerrarnos en nosotros mismos es reconocer
la derrota. No somos tan raros
como a veces pensamos.
Como dijo el filósofo Ernesto Sábato: “La
vida es tan corta y el oficio de vivir tan difícil, que cuando uno empieza a
aprenderlo, ya hay que morirse”.
Miguel F. Canser
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