viernes, 13 de abril de 2012

LA SOLEDAD

Pocas cosas en la vida nos hace sentir tan vulnerables y desasistidos. Es como si un “tsunami” inundara nuestra vital existencia despojándonos de toda ilusión y alegría. Me refiero a la soledad que todos, en algún momento de nuestras vidas, hemos padecido.  Está la soledad buena, la necesaria, esa que nos ayuda a encontrarnos a nosotros mismos; pero también existe la soledad no querida, la que asusta y mata.  Los psicólogos consideran que alguien está solo cuando no mantiene comunicación con otras personas o cuando percibe que sus relaciones sociales no son satisfactorias.

         La definición más común de soledad es la de carencia de compañía y que se tiende a vincularla con estados de tristeza, desamor y negatividad, obviando los beneficios que una soledad ocasional y deseada puede reportar. En cualquiera de los casos es una experiencia indeseada similar a la depresión y la ansiedad y refleja una percepción del individuo respecto a su red de relaciones sociales, bien porque esta red es escasa o porque la relación es insatisfactoria o demasiado superficial. Parece, por otro lado, que la soledad está relacionada con la capacidad de las personas para manifestar sus sentimientos y opiniones. Resulta paradójico que en estos tiempos que vivimos donde existen todos los medios para poder comunicarnos, existan personas que se sientan solas e incomprendidas. Es el resultado de una sociedad egoísta e interesada que sólo busca su propio beneficio sin importarle los problemas que pueda tener quien tenemos al lado; por una parte,  es la desconfianza que nos invade para poder transmitir a los demás nuestros deseos y anhelos y, por otro cuando lo hacemos, el sentimiento que se percibimos es  que no nos escuchan. Es un mal de nuestro tiempo: no escuchamos a los demás.         Si la soledad es deseada nada hay que objetar, aunque la situación entraña peligro: el ser humano es social por naturaleza y una red de amigos con la que compartir aficiones, preocupaciones y anhelos es un cimiento difícilmente sustituible para asentar una vida feliz.

         Cuando desaparece de nuestra vida alguien a quien hemos amado o que ocupaba un espacio estelar en nuestra vida nos invade una particular sensación de soledad, un vacío, que nos sume en la tristeza y la desesperanza.   Nos vemos perdidos y sin referencias en las que antes nos apoyábamos para afrontar la vida.   La soledad es una situación que hemos de aspirar a convertir en transitoria y que conviene percibir como no forzosamente traumática. Podemos mutarla en momento de reflexión, de conocernos a fondo y de encontrarnos sinceramente con nuestra propia identidad. Hay un tiempo para comunicarnos con los demás y otro (que necesita de la soledad) para establecer contacto con lo más profundo de nosotros mismos. Hemos de "conversar" con nuestros miedos, no podemos ignorarlos ni quedarnos bloqueados por ellos.      

         Dejemos a un lado el miedo a mirar dentro de nosotros, y afrontemos la necesidad de saber cómo somos: nuestras ilusiones y ambiciones, limitaciones y miedos, quién quiero ser, cómo me veo, cómo me ven…Tomemos la iniciativa para conseguir nuevas relaciones;  establezcamos qué personas nos interesan, y elaboremos una estrategia para contactar con ellas.  El miedo al rechazo es un freno para entablar nuevas amistades o amores pero el objetivo es importante, no nos andemos con remilgos. A la mayoría la soledad nos hace daño, y nos sienta mejor tener con quién hablar, intimar y a quién querer. Encerrarnos en nosotros mismos es reconocer la derrota. No somos tan raros como a veces pensamos.

         Como dijo el filósofo Ernesto Sábato: “La vida es tan corta y el oficio de vivir tan difícil, que cuando uno empieza a aprenderlo, ya hay que morirse”.


Miguel F. Canser


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