El espectáculo
ofrecido hace unos días en el Congreso de los Diputados, donde Pedro Sánchez
comparecía para dar cuenta del Consejo Europeo que discutió el Brexit, y para
explicar la posición española respecto a la venta de armas a Arabia Saudí,
terminó en una sesión bronca y crispada entre el Sr. Casado y el Sr. Sánchez, que roza lo
esperpéntico. Seguro que les ha pasado alguna vez en la infancia. El niño que
era dueño del balón quería ganar el partido; y si no era así, se lo llevaba. Lo
mismo ocurría con la cuerda de saltar entre las niñas. Era cosa de niños, de
niños mal criados, claro. El rifirrafe entre ambos ha sido notorio: “¿No se da cuenta de que es partícipe y
responsable del golpe de Estado que se está perpetrando en España?", le
espetó el Sr. Casado a lo que el Presidente responde que, si no retira esas
palabras de acusación, rompería relaciones con el Sr. Casado:"¡Si las mantiene, usted y yo no tenemos nada
más de qué hablar!". Mi primera impresión fue que la falta de
respeto, la desconsideración, las afirmaciones que rayan en el insulto han
convertido el hemiciclo en un mercado chabacano, sin clase. Parece que los
únicos argumentos para contradecir los del contrario político tienen que ir
acompañados del desprestigio, no sólo político, sino también de la persona. La
desafortunada afirmación de Casado, también se complementa con la de Sánchez. ¿Cómo
es posible decir que rompen relaciones con el principal partido de la oposición
con casi 8 millones de votos? Posteriormente, fuente de Moncloa aseguraron que
el Presidente daba por rotas sus relaciones con Casado, no con el PP. Ya digo,
como niños: “Ya no te ajunto”.
No es la primera vez que esto sucede.
Desde hace unos cuantos años estamos asistiendo al bochornoso espectáculo
ofrecido por la clase política sin excepción, sin olvidar que el insulto no es
cosa de uno sólo. Recuerdo cuando Sánchez llamó indecente al Sr. Rajoy y éste,
cobarde e indigno al Sr. Sánchez, por no mencionar a otros líderes. Todo esto
demuestra hasta qué punto los políticos
han degenerado en una casta privilegiada totalmente ajena a los intereses y
necesidades del bien común. De cara a la galería se lanzan dardos, dagas
florentinas, puyas, insultos más o menos zafios en función del nivel
intelectual (en general bastante escaso) del emisor, pero a la hora de defender
los intereses de la casta, todo es acuerdo y unanimidad. Es decir, se trata de
crear en la masa de los ciudadanos una apariencia de división, de discrepancia,
de rivalidad, cuando en líneas generales todos están de acuerdo y el más mínimo
ataque a los privilegios del clan (léase subvenciones a partidos, sindicatos,
organizaciones empresariales; beneficios y prebendas de que goza dicha élite)
todos entonan el Fuenteovejuna para lanzarse a la yugular de quien osa poner en
peligro las sustanciosas viandas que otorga el poder.
Se puede debatir, discrepar e incluso mantener
enfrentamientos dialécticos muy duros sin faltar por ello a las más elementales
normas del respeto, la ética o el decoro; pero cuando las expresiones se
deslizan hacia campos ajenos al de las ideas, mal vamos, y más aún cuando quien
se lanza por tal pendiente carece de la agudeza, el sarcasmo, la ironía o la
inteligencia de figuras de antaño como Quevedo o Góngora (por citar ejemplos de
nuestra época más brillante intelectualmente, la del Siglo de Oro). Aunque lo
que me ha llamado poderosamente la atención es que el insulto, el abucheo, no
es objeto de crítica en sí, sino en función de quién lo emite o en función de
para quién se destina. Sostener que la referencia a las partes faciales de
cierta política es una actitud intolerable es absolutamente cierto; pero cuando
las mismas personas que critican ese comportamiento incurren en el mismo y se
amparan en la libertad de expresión, quien crítica pasa de tener la razón a ser
un hipócrita. Y en los últimos días hemos visto que nuestra clase política (en
el poder y en la oposición) si de algo está sobrada es de hipócritas.
Lo
último que se lleva en el mundo de la política es el insulto. No sé si porque
ya no hay ideas o porque la conversación es una práctica en desuso, pero lo
cierto es que no existe nada tan moderno como insultarle a alguien, sobre todo
en España que, por herencia, sospecho, pero también por pereza, ya no se razona
sino que directamente se odia que siempre resulta más cómodo y además no da
mucho que pensar. He aquí la novedad: si quieres pertenecer al círculo selecto
de los profesionales de la política no hables nunca de política ni de dinero,
no escuches propuestas, no atiendas razones, no te intereses por los problemas
de los demás, no elabores presupuestos para construir escuelas, hospitales,
laboratorios o carreteras; limítate a llamarle estúpido a tu adversario, pásate
por la entrepierna - a ser posible en público - sus resultados electorales,
escribe artículos en la prensa tildando de fascista a todo aquél que te lleve
la contraria. Si cada uno es dueño de su silencio, también somos rehenes de
nuestras palabras.
Miguel
F. Canser
www.cansermiguel@gmail.com
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