Han pasado más de 100 días desde que se celebraron
las elecciones generales, y aún no hay signos de poder vislumbrar la
composición de un gobierno que pueda estabilizar la vida diaria de todos los
españoles; es decir, la atención de los
asuntos más urgentes que ya no se pueden dilatar más en el tiempo: la reforma
laboral, el paro, la sanidad, la educación, los temas pendientes con la Unión Europea, sin olvidar una reforma
profunda de nuestro sistema electoral. No pueden esperar. Su transitoriedad y
la incertidumbre que supone a los agentes sociales y empresariales, está
perjudicando notablemente la convivencia diaria; postergando asuntos que ya
muchos claman y demandan a nuestros políticos se dediquen, de una vez por
todas, al mandato que los ciudadanos han plasmado en las urnas: diálogo y
consenso para establecer un gobierno multicolor, sin mayorías, para que, cada formación política aporte una
pizca (no un todo) de su programa electoral. En definitiva, se trata de
negociar, no de imponer ni exigir.
Parece que nuestros políticos esto no lo han
comprendido, quizá porque no están acostumbrados al resultado de las últimas
elecciones. Siempre se han movido en mayorías absolutas o rozando éstas, y el
consenso se limitó con un partido minoritario, a nivel nacional y de tinte
nacionalista. Pero ahora ha cambiado todo, y tienen que adaptarse. No están entrenados en la negociación, y
mucho menos, en ceder de su parte para llegar al acuerdo. Los ciudadanos han
hablado y han dicho lo que quieren. No pueden obligarnos a volver a votar. No
pueden decirnos que no les ha gustado lo que hemos decidido, que no están de
acuerdo, y que volvamos a hablar. Dedíquense a lo que se le ha encomendado, trabajen
en ello.
La sociedad está cansada y descorazonada, y contempla con hastío creciente a unos
representantes incapaces de mirar más allá de sus propias siglas;
parecen condenados a vivir, jornada tras jornada, el día de la marmota, arrastrando
consigo el fruto de los muchos esfuerzos que durante los últimos largos años
han hecho los ciudadanos. O despiertan, decididos a cambiar el rumbo, o todos,
ellos mismos también, acabarán por pagarlo. El diálogo y el consenso son dos
firmes pilares sobre los que se levanta y sostiene el edificio de la
democracia.. El diálogo, en democracia, es su seña de identidad. Cuando las
partes no están dispuestas o predispuestas a dialogar, mediante el intercambio
de sus opiniones y argumentos, se produce lo que gráficamente se conoce como
“diálogo de sordos”.
Hablan, pero no se escuchan. Están parapetados en sus trincheras ideológicas y de partido y de ahí no se mueven.
Para que exista diálogo, tiene que haber ánimo dialogante. Se olvidan de una cosa esencial en toda democracia: respetar el pluralismo político.
Hablan, pero no se escuchan. Están parapetados en sus trincheras ideológicas y de partido y de ahí no se mueven.
Para que exista diálogo, tiene que haber ánimo dialogante. Se olvidan de una cosa esencial en toda democracia: respetar el pluralismo político.
Hasta ahora hemos asistido a una lucha por los
sillones y por abarcar zonas de poder, vetando al político contrario a su
ideología, cuando no a luchas intestinas para decidir quién manda en el partido
y que estrategia seguir. La política se ha convertido en el paraíso de los
charlatanes. Se aprenden de memoria el discurso políticamente correcto de cara
a los medios de comunicación, pero actúan muy diferente. Su preocupación
máxima corresponde a la obtención de votos y no escatiman esfuerzos para
“vender su producto”, el que ellos quieren que nosotros “compremos”, obviando
si ese producto es bueno para nosotros o no. El enemigo más temible de la
democracia es la demagogia. Cuando alguien
asume un cargo público, debe considerarse a sí mismo como propiedad pública.
Si la actividad política no se dirige hacia la
búsqueda de la justicia y el bien común, termina por convertirse en un corrupto
juego de intereses. Como decía Guy Mollet, “la coalición política es el arte de
llevar el zapato derecho en el pie izquierdo sin que salgan callos”.
Miguel F. Canser
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