Aún
recuerdo aquel emotivo momento del 15-M, también llamado movimiento de la
indignación. Fue un impulso ciudadano formado a raíz de la manifestación del 15
de mayo de 2011, convocada por diversos colectivos, donde después de que
cuarenta personas decidieran acampar en la Puerta del Sol, se sumaran a
ella, de forma espontánea, miles de personas y produjeran una serie de protestas
pacíficas en toda España; fue como un tsunami que inundó de esperanza e ilusión
a mucha gente, una ráfaga de aire fresco y limpio que promovía una democracia
más participativa, alejada del dominio de bancos y corporaciones, del binomio
partidista de P.P. y PSOE, reclamando una auténtica división de poderes y otras
medidas con la intención de mejorar el sistema democrático. Surge del
hartazgo de que los políticos no nos hagan caso y porque teníamos las
tasas más altas de paro, unas de las peores condiciones laborales y, sin
embargo, todo el mundo se quejaba en el sofá o en el bar y, de repente, todo
cambia. Como un resorte, la gente se desesperanzaba e inundados por una
repentina euforia, salimos a la calle a gritar: “Democracia ya”, “no nos
representan”, o “no somos mercancía en manos de políticos y banqueros”. De ahí,
nació Podemos, aglutinando diversos
colectivos ciudadanos.
Los
activistas que formaban parte de las acampadas y asambleas, empezaron a
crear colectivos temáticos y empezaron a formarse nuevos partidos
políticos. Podemos se presentó a las elecciones europeas de 2014 obteniendo
cinco eurodiputados siendo el cuarto grupo más votado. La imagen de un Podemos
casi sin pasado, tomada en la primera asamblea ciudadana de Vistalegre en
octubre de 2014, ha quedado caduca en muy poco tiempo: cuatro de los seis
integrantes de los que formaron su fundación inicial, han abandonado la
dirección y el quinto de ellos —Íñigo Errejón— ha visto mermado su poder
en la actual ejecutiva después de celebrarse el congreso de Vistalegre II. Un partido que en apenas cuatro meses consiguió aterrizar
en el Parlamento Europeo, en menos de dos años fue capaz de convertirse en la
tercera fuerza más votada en el Congreso de los Diputados, revisa ahora su proyecto
político de cara a las comicios de 2019 con un futuro incierto.
Tras
el descalabro catalán, el silencio se hizo dueño del propio líder de la
formación morada, guardando un silencio que denuncia el abandono que Pablo
Iglesias hace de su principal baza política, la palabra. Ahora el silencio que
ha seguido al ruido de las elecciones catalanas llama más la atención, pues lo
que ocurre afecta al Estado y la esencia de la acción política de Podemos es
servir, en el Estado, de contrapeso a aquellos que el mismo Iglesias ha
descalificado para seguir gobernando. El asunto es grave ahora. Unidos Podemos
tiene una fuerza social que, aunque decreciente según las encuestas, aglutina
aún a ciudadanos que han optado por esa formación para abordar una oposición
que tenga al Estado como problema y a su futuro como objetivo. Podemos ha
abandonado la dialéctica para refugiarse en luchas intestinas que ahora se
apagan simplemente por falta de entusiasmo en la participación. Y lo que hacen
los más dicharacheros es caricatura de la realidad, como si sólo burlándose de ella,
ésta dejara de existir. Y, ¿cuál es la realidad? Pues que se han enquistado en
la protesta permanente, en la pancarta, en la reivindicación ideológica, en el
discurso demagógico y ambiguo; olvidándose de acometer la solución a los
problemas que reivindica el ciudadano: el paro, la corrupción, la economía, la
clase política, actualizar la Constitución, etc. Se han olvidado de las clases
obreras nacionales, se han
dedicado a salir en televisión, a hablarnos de hegemonía, de ideología,
de las bicicletas por la ciudad, de centros ocupados o de los toros.
Resumiendo: las cuestiones
folclóricas se han impuesto a las materiales, desplazando desafíos
tan complicados como atajar la crisis del alquiler y conseguir la
remunicipalización de los servicios públicos.
El
funcionamiento del partido morado acaba por dejar fuera a esa mayoría social
—votante virtual de Podemos— sin la cual no se puede ganar, que no asiste a las
asambleas de los círculos, trabaja o busca trabajo sin parar, tiene muy poco
tiempo para militar y que no le impide tener una noción bastante clara de
lo que es la justicia y aspirar a un cambio real en favor de mayor igualdad,
transparencia y democracia. Dicho de otro modo: la supuesta democracia radical
de los 'partidos del cambio' se traduce muchas veces en protagonismo desmesurado de militantes de
clase media procedentes de la universidad. Esto implica la exclusión de
quien tiene personas a su cargo o es absorbido por su trabajo en la empresa
privada, caso de la mayoría de los españoles. El hecho de que en los barrios
obreros catalanes haya sido primera fuerza política Ciudadanos, llama la
atención. El señor Iglesias renuncia a razonar antes de condenar. Ni siquiera
llega a preguntarse qué hubiese debido hacer el Gobierno el 27-O en vez de
aplicar el 155. La ambigüedad, la demagogia, y la falta de alternativas,
indican que, según ellos, la ideología está por encima de las necesidades.
Miguel
F. Canser