Un
aforado es aquel que tiene el derecho de ser juzgado por un tribunal distinto
al del resto de ciudadanos si se le imputa por un delito, gracias a su cargo
público o profesión. Nuestra Constitución reconoce el aforo del Rey, la Familia
Real (la Reina Letizia, los reyes Juan Carlos y Sofía y la Princesa de
Asturias), y a los miembros del Gobierno así como a los diputados y senadores; mientras
que la Ley Orgánica del Poder Judicial, recoge este derecho para los miembros
del ámbito judicial como el presidente del Tribunal Supremo y los distintos
Estatutos de Autonomía son para los
cargos de las comunidades autónomas. El Rey tiene el mayor grado de protección,
no está sujeto a ningún tipo de responsabilidad. El artículo 56 de la
Constitución lo protege de cualquier investigación, incluso en su vida civil y
privada (nunca he entendido este privilegio). Así pues, en España tenemos, nada
más ni nada menos, 17.621 aforados, sin contar los cuerpos y fuerzas de seguridad, que
tienen un aforamiento parcial. Con ellos, el número se eleva a 280.159.
Son varias las voces que han cargado en las
últimas semanas contra el excesivo número de personas que cuentan con
privilegios judiciales en nuestro país. Una cifra récord en Europa. En países
como Alemania, Reino Unido o EE.UU. los políticos y cargos públicos son juzgados por los mismos tribunales que al
resto de ciudadanos de a pie; estamos en una situación muy alejada del
panorama de Portugal e Italia donde sólo tiene esta
protección judicial el presidente de la República; o de Francia, donde gozan de ésta el presidente, el primer ministro y
su Gobierno. Pero especialmente representativo es el caso alemán, con cero
personas aforadas. El aforamiento es, en esencia, un fuero que tienen los
miembros de las cámaras que implica que las causas que se puedan seguir contra
ellos sólo las pueda conocer o el Tribunal Supremo (TS), en el caso de los
estatales, o el Tribunal Superior de Justicia (TSJ) de su comunidad autónoma,
para los autonómicos. Gozan también de este fuero los miembros de los órganos
judiciales superiores.
Pero, ¿por qué el aforamiento? En su origen, el objetivo era que un cargo público de este
nivel (no existe por ejemplo para los alcaldes) pudiera ser sometido a una
decisión colegiada (como es el caso de tribunales superiores), en principio más
experta que una individual, y que contara con las garantías de que ese alto
tribunal es menos vulnerable a presiones políticas que pudieran
distorsionar su decisión, que un juez de primera instancia e instrucción. En
cualquier caso, el aforamiento sólo debería establecerse exclusivamente en
aquellos asuntos implicados en el uso de su desarrollo político. Si un
congresista o senador, tuviera que ser
juzgado por un delito que no tiene nada que ver con su trabajo, el aforamiento
no debería de existir para no quebrar el principio de igualdad ante la ley;
además, no está garantizada la independencia de los tribunales superiores a los
de primera instancia; es más, estos tribunales no están tan politizados como el
Tribunal Supremo, cuyos miembros los nombra
el Consejo del Poder Judicial, y a éste, los políticos.
Creo que esta práctica debería suprimirse sin
lugar a dudas. En la actualidad, carece de sentido sencillamente porque
las circunstancias en las que se justifica la existencia del aforamiento, han
desaparecido completamente: los jueces son independientes y sólo están
vinculados a la ley en el ejercicio de sus funciones. Si se predica de todos
los jueces y se aplican en todas las instancias, sin excepción alguna, no tiene por qué haber mayor grado de
independencia en el TS que en una Audiencia provincial. Si la ley es
igual para todo ciudadano, los aforamientos sobran. Si tenemos más de 10.000
aforados, es que la ley, en principio, no es igual para todos los españoles.
Miguel F. Canser